Crónicas de Motel.








Se queda quieto junto a la reventada maleta, contemplando las que fueron sus pertenencias. Aplastadas pastilla de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empapa la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes.

De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un sólo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo de poste de la valla.

Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada. 
Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena. 
¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro.

Revuelve los restos con una rama de mezquita. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puesta. El anillo de Turquesa. Las botas de punta afilada. La Hebilla india.

Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espada a la Highway 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones.


17/02/80
Santa Rosa, Ca.
Sam Shepard.

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